Los elevados impuestos retrasan el despegue de las pequeñas empresas, la vulneración de la legalidad es norma, y la política sigue siendo el negocio más lucrativo
La provincia que fue el emporio azucarero del país no ha podido erradicar el hambre, y todavía exhibe en sus calles escenas propias del subdesarrollo de hace medio siglo. Muchos sobreviven de la caridad, y mujeres de 30 años sin empleo fijo tienen ya seis hijos. Los tucumanos pobres reciben arroz, leche y fideos, pero más quisieran trabajo y seguridad.
En 1966, poco antes de que el dictador Juan Carlos Onganía cerrara los ingenios azucareros de Tucumán e hiriera de gravedad a una industria centenaria, escribí un extenso reportaje para el semanario Primera Plana en el que aludía a lo que por primera vez había visto en la provincia donde nací: el hambre.
En aquellos tiempos, la palabra parecía fuera de lugar. La oí, recuerdo, entre los pilares de mármol del Casino, repetida por un almacenero mientras distribuía 5.000 pesos en la tercera docena; me la dijo alguien en Las Vegas, un restaurante inmenso en forma de galpón al que Zaima Beleño, la corista del Maipo, llegaba en ese momento, entre golpes de bongó y bocinas de automóviles. Volví a oírla en los cafés del centro, en las casas de tragamonedas y en los salones del Jockey Club, donde los industriales y grandes cañeros de la provincia se sentaban todos los mediodías a beber un whisky, junto a un retrato descolgado de la reina Isabel.
Esta vez, cuando fui a Tucumán en octubre, nadie necesitó hablar del hambre. Estaba allí, viva todavía, mucho más musculosa que en el pasado. Ocho o nueve gobiernos alimentaron el hambre como a una fiera de zoológico hasta que sólo el actual -parece- contuvo sus estragos. Tal como hice cuatro décadas atrás, alquilé un automóvil y me lancé a la ventura por los caminos de la provincia, esperando que la realidad me saliera al paso. No fui a los hospitales ni a las confiterías, como antes. Llamé a las puertas de las casas.
En San Andrés, 12 kilómetros al sur de la capital, encontré intacta una imagen de la infancia: una de esas visiones del pasado tal como fue a las que aludía Marcel Proust. Detrás de los camiones cargados de caña de azúcar y de los ciclistas apresurados de la mañana avanzaba un carro de verdulero tirado por una mula, mientras su dueño pregonaba, con el auxilio de un megáfono: «¡Papa, zapallo, tomate, cebolla, vea qué papa señora, un espectáculo en papa!». Así sucedía hace medio siglo y así es ahora.
Detuve a una mujer en bicicleta, Silvia del Valle Reales viuda de Mamaní, de 55 años, y no bien le pedí que me contara su historia me condujo hacia el pequeño quiosco donde vende bolsitas de azúcar, cigarrillos y paquetes de yerba, mientras clamaba contra la injusticia de que había sido víctima su hijo, el cabo de la Policía Federal Pedro Alberto Mamaní, muerto en un enfrentamiento el 9 de enero de 2005. Doña Silvia es una mujer valiente. Sin saber leer ni escribir dictó hace 20 años una carta al director del diario tucumano La Gaceta, quejándose por su condición de viuda sin recursos y con cinco hijos, y así logró que el gobernador Fernando Riera la nombrara conserje de una escuela provincial. En 1995 la dejó sin trabajo el ex dictador Antonio Bussi -entonces gobernador legal-, y ahora anda en busca de quien le escriba otra carta para reclamar justicia por el hijo muerto, al que ella supone víctima de un crimen de pasión y no de la locura de ladrones ocasionales.
Poco antes del mediodía vi a seis mujeres barriendo la inmensidad del parque Nueve de Julio -diseñado por Charles Thays, como el de Palermo-, vestidas con unos enormes delantales negros la leyenda José Castillo estampada en la espalda. Es el nombre de quien las manda, pagándoles 130 pesos por mes más el bolsón de alimentos: otra versión del Plan Jefas y Jefes de Hogares Desocupados. Logré saber que casi todas ellas eran personas solas, viudas o separadas, y que consideraban a Castillo el salvador providencial que les permitía comer y pagar la luz. «De no ser por él…», dice una. «Ah, bendito, bendito», dice la otra. No pueden seguir hablando porque un emisario de Castillo, Raúl Cortés, llega corriendo a silenciarlas. Me identifico ante él y le pido permiso formal para entrevistar a todos. No me responde. «¿Se puede, verdad?», le pregunto. Nada. «¿Se puede o no?», insisto. Y lo único que sale de su garganta áspera es: «No le vuá decí», lo que en tucumano básico significa «No sé».
Amarguras del azúcar
En las carnicerías siguen, indiferentes al tiempo, las pizarras de siempre con su lista de cortes vernáculos: picana, ñaschita, choquizuela. Al caer la tarde sabré, en la Banda del Río Salí, que esas palabras significan nada para familias que sólo comen sobras. Pero ahora, en el local donde he entrado al pedir el teléfono, sólo veo a una señora llevándose dos milanesas transparentes y rogando que, por Dios, no se las corten tan grandes.
«A las doce está bien. A esa hora puede venir a verme», me dice el contador Arquímedes Carrizo, cuya sapiencia en los vaivenes de la economía tucumana me han recomendado ya las tres fuentes con las que he hablado. El contador es apacible, didáctico, conservador. Su estudio ocupa medio piso de un edificio a 30 metros de la plaza matriz. Es luminoso, con ventanas desde las que se divisan las torres azuladas de las iglesias. El aire claro se llena de campanas. En otros tiempos, cada tañido echaba a volar cientos de palomas, pero ahora no se ven pájaros sino la pura soledad de los sonidos.
El contador supone que no hay mejor negocio que un cargo político. «Desde la política», insiste, «se favorece a los que rompen las reglas, y por eso estamos una sociedad que desconoce el respeto y que no protege a los que trabajan». Criado en el hogar formal de un jefe de correos catamarqueño y de una maestra de provincias, el contador se afincó en Tucumán a los 17 años, cuando fue a estudiar Ciencias Económicas. Ha sido asesor de empresas, gerente de ingenios, y es uno de los expertos más consultados por los industriales azucareros y citrícolas.
Siempre se ha oído decir en Tucumán que su azúcar, vendida a precios viles en el mercado interno, es un regalo al resto del país, y que esa condena de la nación a la provincia es una de las causas mayores de su ruina. Carrizo lo confirma. «Vivimos sólo un año de bonanza», dice, «1980, cuando la provincia produjo un millón de toneladas». Le señalo que esa bonanza llegó -si llegó- al amparo de una política económica protegida por la sangre y por las armas, y que para la zafra de 2005 se pronostican casi dos millones. Carrizo supone que eso de nada sirve, «porque vamos a venderla acá, en el país, a 21 centavos de dólar, mientras que si la trajéramos de fuera nos costaría 30».
«Las pequeñas empresas no pueden alzar cabeza porque los impuestos las destruyen», explica el contador. «Ya no hay negocios productivos en la provincia. El Gobierno hizo muchas inversiones en salud pública en los últimos dos años, pero la educación sigue siendo un desastre. Se han derrumbado los valores básicos. Mi señora, que es docente, me cuenta historias graves de falta de respeto a los mayores. Algunos maestros tienen que ser internados con problemas psiquiátricos. Viven en tensión, y no aguantan».
Las campanas del aire dan la una. El contador, cuya cara -mientras reproduzco su voz en el grabador- se me va borrando de la memoria, debe ir a Cáritas esa tarde. «Buscamos que la gente no ande con la mano tendida», dice, justo en el momento en que le tiendo la mía.
El río de los olvidados
Los trajines de la zafra facilitan pequeños trabajos acá y allá durante las primeras semanas de la primavera, pero aun entonces la mitad de los tucumanos come sólo una vez al día a la vera de los ingenios y un día de cada dos en las regiones más secas. Yendo hacia el sur, donde se desperezan Lules, Acheral, Simoca, o hacia el nordeste -Taruca Pampa, El Barco, La Ramada-, veo avanzar mulas con fardos de caña entre el hollín de la maloja. Es difícil hablar con la gente después del mediodía, porque a esas horas que se afana en los galpones o duerme la siesta.
Espero, entonces, la caída de la tarde. Cuando regreso a la capital de la provincia, me aventuro por la cuesta de ripio que desemboca en las chozas de emergencia construidas junto al río Salí. Llevo toda la vida mirándolas desde lejos y es la primera vez que me atrevo. Antes, el tufo de los desperdicios se enredaba como una mala hierba alrededor del puente que une la capital con los primeros ingenios de azúcar. Ahora, el río entero es un desperdicio que arrastra metales oxidados, bagazo, perros muertos, detritus de las fábricas cercanas: un caldo tan mefítico y espeso que la provincia vecina, Santiago del Estero, tiene contaminadas las aguas de su mayor embalse, alimentadas por esa mugre.
Como no veo un alma, golpeo las manos ante a una de las casillas más próximas al cauce. Está sin terminar. Le falta parte del techo y media pared. Más hacia el fondo, por lo que se alcanza a ver, tampoco hay mucho cobijo. Dos pollos picotean la tierra yerma delante de mí. A mis espaldas, un jamelgo viejo escarba entre los pedruscos del río en busca de algún destello verde. Tres chicos en andrajos acuden a mi llamada. El mayor tendrá cuatro años, cuanto mucho. Los sigue una mujer a la que están despuntándole los signos del embarazo. En el pasado remoto de Tucumán nadie sentía desconfianza de nadie. Ahora sí. Ella vacila entre hablar o volverme la espalda. Le explico por qué estoy allí y tomo nota cabal de lo que me dice.
«Me llamo Sandra Martínez y ya he cumplido 32 años. Tengo seis hijos. La mayor va para los 17. Como se ve, estoy esperando el séptimo, ojalá sea para febrero…».
Su pareja, Rodolfo Aguirre, que se ha acercado desde algún recodo del río, no quiere que Sandra dé más informaciones hasta saber con claridad lo que busco. Se lo repito. Sólo cuando se convence de que no los voy a perjudicar acepta el diálogo.
Cuatro de los seis chicos son de él, más el que viene, claro. Tiene 25 años. Es fornido, receloso, y por su mirada verde -así la recuerdo: verde- pasan ráfagas de tristeza. «Nos mantenemos con el cartón», dice, aunque lo ha expresado a la manera tucumana, «se mantenimo con el cartó». Ya lo veo. A un costado de la casa hay una parva muy baja de cajas viejas y botellas de plástico vacías. «Lo recojo, los llevo a un galpón en los monobloques que se ven allá, y los voy dejando Me pagan 17 centavos el kilo y por cada botella de gaseosa, 10. Todos los viernes voy y cobro. A veces, con suerte, hago 50 pesos. A veces 30, a veces nada. Antes salía a llevar los cartones con otro caballo, pero la policía me lo levantó de la orilla del río, y si quiero que me lo devuelva tengo que ponerme con 1.000 pesos. De dónde, ¿que no?, de dónde».
Sandra levanta en brazos a uno de los chicos, que está jugando con unas latas herrumbradas, y cuenta que si la casa está a medio hacer es porque Vialidad les exige que devuelvan la tierra, las chapas, todo. «Prometieron ayudar, prometieron mandarnos para otro lado, pero no hemos oído más nada. No se imagina el invierno que han pasado las criaturas. Aquí el frío es un cuchillo». Ha estudiado dos años de corte y confección, pero de nada le han servido. Se desloma, dice para que los chicos vayan a la escuela. Como hay tres turnos, salen a las once, y lo único que se llevan a la boca es el sándwich de la mañana. Cuando la desolación los desespera, piden ayuda a una de las jefas del Plan de Hogares, Rosa Nieva. Les regalan una caja de leche, arroz, fideos. «Lo que rogamos a Dios es trabajo», dice Rodolfo. «Albañil, hombreador de bolsas, lo que sea. Siempre he querido ser alguien y acá me ve. Soy nadie».
Un sol redondo se pone sobre las montañas azules, al otro lado del río. Se mira hacia lo alto y la belleza del paisaje corta el aliento. Debajo, en cambio, parece que se estuviera por acabar el mundo.
Fuente: El País – Por:Tomas Eloy Martínez – 04/01/2006
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 4 de enero de 2006